El parque de Morfeo
Hacía una tarde agradable en el parque, de esas que se quedan cuando tras varios días lloviendo, las nubes deciden seguir su camino y dejan paso a un espléndido sol que inunda todos los rincones de luz. Los agradables olores de la primavera se extendían por doquier, y los animales empezaban a emerger, desaletargándose tras varios días de forzado guarecimiento. Entre los numerosos paseantes y amantes de la naturaleza, varias personas alimentaban patos. Y entre los numerosos alimentadores de patos, encontramos a un hombre, alto y fornido, de raza negra, musculado en exceso y vestido de forma estrafalaria. A su camiseta de tirantes rosa y sus bermudas beige con muchos bolsillos, había que añadir mocasines negros y calcetines de rombos, estirados hasta prácticamente la rodilla. Y por si esto fuera poco, dos cintas de munición cruzandole el pecho. Llevaba una bolsa de plástico llena de pan en la mano, con la que daba de comer a los patos del estanque.
Una vez terminado el contenido de la bolsa, siempre se quedaba un rato a mirar como los ansiosos palmípedos devoraban la comida. Era un espectáculo que siempre la hacía pensar, pues mientras veía los picotazos despiadados de unos a otros, no podía evitar pensar en las numerosas misiones que tuvo que llevar a cabo cuando en el pasado era agente especial. Sus escaramuzas en Manchuria y el recuerdo vivo de Tallarín le hacían estremecerse, y la simple mención de Sagartown o de Albacete, le traían unos recuerdos tan imborrables como aterradores. Por suerte todo eso había pasado, ahora era feliz con una mísera pensión viviendo en un barrio pobre, rodeado de la gente que siempre quiso, los desarrapados. Toda infelicidad había quedado atrás.
Pero la dicha, es como un pato. Cuando hace frío, se va volando. Y ahora hacía mucho frío, en sentido figurado, aunque nuestro hombre aun no lo percibía. No obstante, no faltaba demasiado tiempo para que se congelara.
En un instante de tiempo inexistente, uno de esos que discurren entre un instante, y no el instante siguiente, sino el mismo instante propiamente dicho, sintió que había alguien sentado junto a él, y giró su cabeza rápidamente para observarle.
- ¿Cuándo se ha sentado ahí? No le he visto sentarse. No estaba ahí hace, nada, hace ni una nada de segundo, de fracción ni siquiera, quiero decir, que ha pasado de no estar, a estar.- Preguntó confuso.
- Lo sé, joven.- Dijo el hombre, ataviado con gabardina y sombrero, que leía un periódico con gafas de sol puestas. - Soy más viejo que usted. - Añadío, todavía confundido. - También lo sé. Y además sé que usted responde a las iniciales R.B.H., y que su nombre en clave era Termobucle. - Tras suspirar, nuestro hombre, Termobucle, miró de nuevo al estanque. - Ha venido a matarme. - Dijo mirando a los patos. - No, no he venido a matarle - Respondió el hombre a la afirmación de Termobucle. - Me alegro, no me hubiese agradado tener que hacerle daño. Me gustan sus calcetines. - Miró a la copa del árbol que tenía al lado, y bajó poco a poco, hasta volver a mirar a su interlocutor. Estuvieron durante unos instantes así, él mirandole fijamente, y el hombre leyendo su periódico, atrasado, y del revés. El sonido de los patos peleando por el pan, había pasado a un segundo plano. Aunque evidentemente aun seguían allí, pugnando, el mundo parecía haber desaparecido por completo, como en un escenario, donde los actores interpretan sus dramas y todos los demás guardan silencio para no entorpecerles.
De pronto, se interrumpió el silencio, y una pregunta brotó de los labios de Termobucle - ¿Y por qué ha venido, entonces? - A lo que el extraño, tras una breve pausa, en la que pasó una página, aunque para aparentar estar leyendo de verdad el diario, respondió. - Lo sabe tan bien como yo. Le necesitamos.
Termobucle volvió a mirar al estanque, e inmediatamente miró la bolsa vacía entre sus manos. Rebuscó entre los pliegues e hizo que los ultimos migajos cayesen en su mano, y cuando estuvo seguro de que nada quedaba en ella, lanzó al estanque el pan, guardándose la bolsa en uno de los bolsillos del pantalón. Tras ello se palpó con ambas manos el resto de bolsillos, y al concluir hizo lo mismo con la camiseta, aunque no tenía bolsillos. -Y ustedes saben tan bien como yo, que no voy a aceptar su oferta, sea cual sea.
El hombre pasó un par de hojas, como dando a entender que no le interesaba la primera a la que había llegado, y añadió con tono convencido. - Oh, vamos, no le estoy intentando tentar con una vida mejor. Ni siquiera hago referencia a que no puede perder nada, que hay patos en todas partes, y que una chabola se consigue en cualquier lado. No nos interesa tentarle con grandes cosas. Sencillamente le digo que le necesitamos. Eso es todo. La Unión le necesita, Europa está amenazada.
Termobucle, como temiendose esa respuesta, cruzó las piernas, y se echó hacia atrás estirando su espalda. - Europa siempre ha estado amenazada. Y mi momento ya pasó. Ahora debo descansar. Tengo otros horizones. Los problemas que son suyos, deben arreglarlos ustedes.- El hombre de la gabardina pasó otras tres hojas, y respondió. - Yo también sabía que diría eso, por eso decidimos drogarle, para que opusiera menos resistencia a ser... transportado.
Volvió mirar al extraño, esta vez con una sonrisa en la cara. - Antes de que consiguiera sacar una jeringuilla del bolsillo, lo habría drogado yo a usted, varias veces, con mi puño. Y sabe que eso no le conviene en absoluto. El hombre no hizo ademán de moverse, se limitó a estar quieto, y a decir - No será necesario. Ya le he drogado. - Termobucle, sorprendido, preguntó - ¿Cómo? ¿Cuándo lo ha hecho? ¡No es posible!
El extraño, volvió a pasar una hoja, y ante el gesto de impaciencia de Termobucle, dijo lentamente, sin dejar de mirar el diario - Uno de nuestros patos biónicos lo ha hecho hace ya un rato. Termobucle miró rápidamente al grupo de patos que se peleaban. Sabía que era una tontería, pero al principio, le gustaba dejar caer unos migajos junto a sus pies, para sentir el contacto con las aves comiendo junto a ellos, empujándose y empujándole. Debió haber sido entonces. Pudo haber pensado que era un simple picotazo. Un simple gesto de hambre y rabia. Pero debió haberse percatado. Buscó entre los patos, y lo vio. Debió haberse percatado, sí. Allí estaba. Quieto, moviendose entre sus no congéneres. Metiendose entre ellos, sí, pero sin pelear. Sin dar picotazos. Sin comer. Su cuello rígido, su plumaje distinto. Si se fijaba bien, podía ver sus ojos sin vida, su cuerpo duro y exánime. Y cables. Cables por todas partes. Qué estúpido había sido, se había dejado engañar. Estoy desentrenado, pensó, y se sumió en un profundo sopor.
Una vez terminado el contenido de la bolsa, siempre se quedaba un rato a mirar como los ansiosos palmípedos devoraban la comida. Era un espectáculo que siempre la hacía pensar, pues mientras veía los picotazos despiadados de unos a otros, no podía evitar pensar en las numerosas misiones que tuvo que llevar a cabo cuando en el pasado era agente especial. Sus escaramuzas en Manchuria y el recuerdo vivo de Tallarín le hacían estremecerse, y la simple mención de Sagartown o de Albacete, le traían unos recuerdos tan imborrables como aterradores. Por suerte todo eso había pasado, ahora era feliz con una mísera pensión viviendo en un barrio pobre, rodeado de la gente que siempre quiso, los desarrapados. Toda infelicidad había quedado atrás.
Pero la dicha, es como un pato. Cuando hace frío, se va volando. Y ahora hacía mucho frío, en sentido figurado, aunque nuestro hombre aun no lo percibía. No obstante, no faltaba demasiado tiempo para que se congelara.
En un instante de tiempo inexistente, uno de esos que discurren entre un instante, y no el instante siguiente, sino el mismo instante propiamente dicho, sintió que había alguien sentado junto a él, y giró su cabeza rápidamente para observarle.
- ¿Cuándo se ha sentado ahí? No le he visto sentarse. No estaba ahí hace, nada, hace ni una nada de segundo, de fracción ni siquiera, quiero decir, que ha pasado de no estar, a estar.- Preguntó confuso.
- Lo sé, joven.- Dijo el hombre, ataviado con gabardina y sombrero, que leía un periódico con gafas de sol puestas. - Soy más viejo que usted. - Añadío, todavía confundido. - También lo sé. Y además sé que usted responde a las iniciales R.B.H., y que su nombre en clave era Termobucle. - Tras suspirar, nuestro hombre, Termobucle, miró de nuevo al estanque. - Ha venido a matarme. - Dijo mirando a los patos. - No, no he venido a matarle - Respondió el hombre a la afirmación de Termobucle. - Me alegro, no me hubiese agradado tener que hacerle daño. Me gustan sus calcetines. - Miró a la copa del árbol que tenía al lado, y bajó poco a poco, hasta volver a mirar a su interlocutor. Estuvieron durante unos instantes así, él mirandole fijamente, y el hombre leyendo su periódico, atrasado, y del revés. El sonido de los patos peleando por el pan, había pasado a un segundo plano. Aunque evidentemente aun seguían allí, pugnando, el mundo parecía haber desaparecido por completo, como en un escenario, donde los actores interpretan sus dramas y todos los demás guardan silencio para no entorpecerles.
De pronto, se interrumpió el silencio, y una pregunta brotó de los labios de Termobucle - ¿Y por qué ha venido, entonces? - A lo que el extraño, tras una breve pausa, en la que pasó una página, aunque para aparentar estar leyendo de verdad el diario, respondió. - Lo sabe tan bien como yo. Le necesitamos.
Termobucle volvió a mirar al estanque, e inmediatamente miró la bolsa vacía entre sus manos. Rebuscó entre los pliegues e hizo que los ultimos migajos cayesen en su mano, y cuando estuvo seguro de que nada quedaba en ella, lanzó al estanque el pan, guardándose la bolsa en uno de los bolsillos del pantalón. Tras ello se palpó con ambas manos el resto de bolsillos, y al concluir hizo lo mismo con la camiseta, aunque no tenía bolsillos. -Y ustedes saben tan bien como yo, que no voy a aceptar su oferta, sea cual sea.
El hombre pasó un par de hojas, como dando a entender que no le interesaba la primera a la que había llegado, y añadió con tono convencido. - Oh, vamos, no le estoy intentando tentar con una vida mejor. Ni siquiera hago referencia a que no puede perder nada, que hay patos en todas partes, y que una chabola se consigue en cualquier lado. No nos interesa tentarle con grandes cosas. Sencillamente le digo que le necesitamos. Eso es todo. La Unión le necesita, Europa está amenazada.
Termobucle, como temiendose esa respuesta, cruzó las piernas, y se echó hacia atrás estirando su espalda. - Europa siempre ha estado amenazada. Y mi momento ya pasó. Ahora debo descansar. Tengo otros horizones. Los problemas que son suyos, deben arreglarlos ustedes.- El hombre de la gabardina pasó otras tres hojas, y respondió. - Yo también sabía que diría eso, por eso decidimos drogarle, para que opusiera menos resistencia a ser... transportado.
Volvió mirar al extraño, esta vez con una sonrisa en la cara. - Antes de que consiguiera sacar una jeringuilla del bolsillo, lo habría drogado yo a usted, varias veces, con mi puño. Y sabe que eso no le conviene en absoluto. El hombre no hizo ademán de moverse, se limitó a estar quieto, y a decir - No será necesario. Ya le he drogado. - Termobucle, sorprendido, preguntó - ¿Cómo? ¿Cuándo lo ha hecho? ¡No es posible!
El extraño, volvió a pasar una hoja, y ante el gesto de impaciencia de Termobucle, dijo lentamente, sin dejar de mirar el diario - Uno de nuestros patos biónicos lo ha hecho hace ya un rato. Termobucle miró rápidamente al grupo de patos que se peleaban. Sabía que era una tontería, pero al principio, le gustaba dejar caer unos migajos junto a sus pies, para sentir el contacto con las aves comiendo junto a ellos, empujándose y empujándole. Debió haber sido entonces. Pudo haber pensado que era un simple picotazo. Un simple gesto de hambre y rabia. Pero debió haberse percatado. Buscó entre los patos, y lo vio. Debió haberse percatado, sí. Allí estaba. Quieto, moviendose entre sus no congéneres. Metiendose entre ellos, sí, pero sin pelear. Sin dar picotazos. Sin comer. Su cuello rígido, su plumaje distinto. Si se fijaba bien, podía ver sus ojos sin vida, su cuerpo duro y exánime. Y cables. Cables por todas partes. Qué estúpido había sido, se había dejado engañar. Estoy desentrenado, pensó, y se sumió en un profundo sopor.