¡Pues es lo que faltaba!

domingo, enero 31, 2010

Interludio: El crimen

En la noche profunda, los ventanales del sótano golpeaban de forma arrítmica con estruendo. La lluvia caía sin cesar y provocaba toda la variedad de sonidos a través de las cañerías que la encaminaban desde los tejados hasta las profundidades de las alcantarillas. La humedad se extendía por todas partes y tan sólo algunos destellos de relámpagos permitían ver algo de cuando en cuando. En el suelo, Tradas, inmóvil, despertaba de un largo sueño.

No sabía por qué volvía a despertarse así, tirado, sucio y húmedo. Desde hacía ya unos meses, cada pocas noches, perdía el conocimiento y volvía a la realidad así, sólo que vestido de negro, con un traje ridículo. Y en algún lugar del suelo junto a él, algo que no le pertenecía. En ocasiones no eran más que baratijas sin importancia. Otras veces encontraba algo extraño y caro. Más de una vez había descubierto sangre, y eso le asustaba. Le dolía un brazo, tenía una herida.

Se levantó a duras penas, se puso a cuatro patas, y cuando intentó erguirse pisó la capa negra, larga, que llevaba puesta, y acabó de nuevo sobre el suelo frío. A tientas, ya de pie, consiguió encontrar una pared, y poco a poco se guió hacia el interruptor más cercano. Con cuidado, lo accionó, ya que no sería la primera vez que la humedad y la electricidad, juntas, le jugaban una mala pasada, pero esta vez, la sorpresa, estaba reservada para después de que se encendiera la luz.

Un vistazo alrededor y una arcada incontenible volvieron a poner a cuatro patas a Tradas, que no pudo evitar vomitar en el suelo de su cocina. La dantesca visión que apreció al encender la luz fue sobrecogedora. Su cocina estaba llena de sangre. Había vísceras repartidas por encima de la mesa, y pedazos de un animal repartidos por distintos sitios. Pero supo de inmediato de qué se trataba, pues había trozos de pelo y un pedazo grande junto a la puerta. Era Drula, su perra. No sábía qué ni cómo había ocurrido, pero había despedazado a su perra en su propia cocina. No recordaba haberlo hecho, pero sabía que era así. Estaba lleno de sangre, sus manos estaban rojas. Miró a su brazo, y vió que su herida era una mordedura. La pobre Drula había intentado defenderse, pero no había sido capaz, la pobre probablemente ni siquiera se esperase un ataque así de su propio amo.

Cuando consiguió recuperar el aliento, volvió a levantarse, se quitó aquella repugnante ropa. Primero la capa, no llevaba nada en la cabeza, por lo que se quitó el calzado y el mono. Dejó tan solo su ropa interior, y vió que tenía varios golpes en el torso. Eso no podía ser obra de Drula. Sintió asco de nuevo y se dirigió a la puerta para limpiarse, mientras fuera el temporal arreciaba.

A cada paso sentía bajo sus pies la sangre, espesa y tibia ya, colándose entre sus dedos. No pudo reprimir el asco y cerró los ojos enfilándose hacia la salida. Volvió a mirar justo cuando alcanzó la puerta y miró hacia atrás pretendiendo que todo aquello hubiera desaparecido, pero sus pesares no hicieron más que confirmarse, cuando tropezó con una bolsa en el suelo y cayó, de nuevo de bruces, en el pasillo. Entre maldiciones dió una patada a la gran bolsa de cuero negra que había justo en el umbral de la puerta, haciendo que cayera de lado.

Cuando se sentó para incorporarse cogió la bolsa y la acercó a él y miró en su interior. Esperaba ver cosas horribles, animales degollados, cabezas, quién sabe que repugnante y macabro botín. Pero lo que encontró le dejó estupefacto. Por su interior le recorrió un escalofrío. La bolsa estaba llena de billetes de cien y quinientos euros, y encima de ellos, una cabeza de cerdo, mirando hacia arriba, con el hocico apuntando a su cara.

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