Tras la tempestad vienen los cascotes
Levantó la cabeza lentamente, en zigzag, tratando inútilmente de evitar el dolor de cabeza mediante complejas contorsiones. Miró a su alrededor, y en un primer vistazo, no supo donde estaba, pero cuando vió la minipimer, se dio cuenta de que estaba en su cocina. Sin embargo, la cocina había cambiado. Ya no era su blanca cocina, junto al salón de su casa. Aparentemente, era el mismo sitio, sin embargo, ahora no era blanca, era más bien negruzca, o al menos oscurilla. Algunos de sus utensilios, antes sencillo instrumental culinario, ahora adoptaba formas grotescas y proyectaba sombras horripilantes. De hecho, sin saber exactamente cómo, y aunque seguía estando junto a su salón, ya no estaba en el septimo piso de un edificio. Su casa, su morada, se había transportado a una especie de cueva o subterráneo. Se dio cuenta porque por la ventana no entraba luz, sino tierra. Levantó un poco más la cabeza para ver su cuerpo, y observó que iba vestido de negro, con una capa rara y un traje prieto. No sabía de dónde había salido aquello. Buscó en su mente, pero no encontró nada. Entonces vió en la pared, un dibujo hecho con sangre, que representaba un hocico de cerdo tachado. Y recordó. Y tosió. Bajó la cabeza al suelo. Estaba confuso, como no lo había estado desde que vio Babe el cerdito valiente. Pero lo entendia. Allí, en el suelo de su realojada cocina, entendió cual era su destino en la humanidad.
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