¡Pues es lo que faltaba!

lunes, diciembre 05, 2005

Una de suspense...

Estaba de pie. Había sido citado en el recibidor de aquella gran casa del barrio holandés para poner fin a algunos asuntos que desde hacía tiempo perturbaban mi existencia. Estaba en silencio. Tan solo lo quebraba un antiquísimo reloj de cuerda que con su ritmo cansino se obcecaba en recordarme que llevaba allí solo más tiempo del que desería. No me atrevía a moverme, pues el desgastado suelo de madera crujía al más mínimo movimiento haciendo estremecerse hasta al más pequeño de mis músculos. Observé durante largo rato el artesonado, una maravillosa joya de artesanía decorada con relieves de gestas míticas, que se extendía hasta la gran escalera de piedra que subía al segundo piso. Al entrar, había intentado abrir las cinco puertas que había en la estancia, pero todas ellas estaban cerradas con llave lo cual ahora me hacía sentir más seguro. Las paredes estaban empapeladas y adornadas con ribetes de oro, que el tiempo o el hombre habían desgastado, dando un aspecto lánguido y sombrío al ambiente. Estaba oscuro. Al entrar había necesitado un tiempo para acostumbrar mis ojos al cambio del vivo sol primaveral del mediodía a la inquietante oscuridad de la casa, pero ahora era capaz de distinguir todos los detalles del terrible cuadro que tenía ante mí. Era el retrato de un hombre, y tenía unos cuatro metros de altura por tres de anchura. A pesar de que lo intentaba, no era capaz de dejar de mirarlo, pues había algo en su profunda mirada que me fascinaba, y que al mismo tiempo me atemorizaba. Llevaba un colgante de plata sobre su túnica negra que me resultaba familiar, pero lo que más extraño, tanto como para llamar mi poco cultivada en arte atención, era su sonrisa. Sentía que me estaba sonriendo cruelmente. Que me observaba y que se compadecía de mí y esto me ponía nervioso. Mi mano derecha, oculta, guarecida en el bolsillo topó con mi mechero y comencé a jugar frenéticamente con él, sacándolo y metiéndolo de nuevo, dándole vueltas alrededor de mis dedos. Sentí una corriente fría, un aire gélido que provenía de mi espalda, a la izquierda. Me volví lentamente hasta que vi una de las puertas, antes cerrada con llave, y ahora entreabierta pocos centímetros, suficientes para mostrar la tenebrosa oscuridad que ocultaba tras ella. Sentí como miles de alfileres se clavaban en mi pecho mientras la cabeza me daba vueltas y no era capaz de controlar mis piernas. Estaba inmóvil, atenazado por el miedo y el nerviosismo, cuando el reloj dio la una y estuve a punto de desmayarme. El mechero cayó al suelo. Decidí recogerlo en un impulso y cuando me agaché vi, aunque tal vez sólo imaginé, que la puerta volvía a estar cerrada. El terror se apoderó de mí, miré al cuadro y un escalofrío recorrió mi cuerpo. Empecé a correr hacia la salida, a pesar de las evidentes protestas del suelo que crujía estrepitosamente a cada zancada que daba. Abrí la puerta y el brillo me cegó, pero seguí corriendo hacia donde estaba el portón de entrada. Sentí como el aire con el fragante aroma de las flores inundaba mis pulmones, acostumbrados a la humedad y el polvo del interior de la casa. Algo se deslizaba por la puerta tras de mí. Conseguí llegar a la verja y salí corriendo por la calle Norton. Escapé durante diez minutos hasta que me detuve para tomar aliento, apoyado contra una pared. Permanecí allí un par de minutos resoplando, mirando al suelo, temiendo mirar hacia atrás. Entonces levanté la vista y vi mi reflejo en un cristal. Lo comprendí todo. La marginación. Toda una vida de burlas. Todas mis desgracias. El cristal lo aclaró todo. Yo, era un teletubbie morado.

(publicado el 30 de agosto de 2003)